Uruguay 0 - Argentina 1
Todas las respuestas gritan no. Es cierto que el equipo venía golpeado, casi noqueado. Es rigurosamente verdad que la presión estaba, que la eliminación directa era más que un fantasma, que comparado con algunas actuaciones anteriores, al menos esta vez la Selección tuvo un plan. Si se lo mira desde la emergencia, el partido que planteó y ejecutó Argentina ante Uruguay quizás sea comprensible. Justificarlo es más difícil, sobre todo después de pesar el pobre presente del equipo del Maestro Tabárez.
Seamos más directos: a este Uruguay, aquí en el Centenario (no tan ardiente como se esperaba) se le podía ganar (y empatar alcanzaba) de otra manera.
O más directos aún: si lo que hizo la Selección ayer en el Centenario se lo analiza con una salida de emergencia, bueno, puede ser. Si se lo toma como un proyecto, estamos en problemas.
Queda más que claro que la Selección se llevó del Centenario mucho más de lo que vino a buscar. El 0-0 le cerraba desde los números y desde los merecimientos, sobre todo porque Uruguay plasmó toda su inmensa impotencia sobre el césped. Argentina no quiso, Uruguay no pudo.
Habíamos escrito en la previa al clásico que el look diegobilardista de la Selección mostrado por ejemplo ante Francia en Marsella podía aplicarse a la noche montevideana. Y así fue. Con cuatro centrales estaqueados en la línea de fondo, con Jonás Gutiérrez sin pasar la mitad de la cancha, Mascherano haciendo más pie que en ediciones anteriores y Verón jugando al juego que mejor juega y más le gusta (ser el dueño del equipo y mover la pelota de acá para allá, aunque seguro que meter algún pase en profundidad también le debe gustar), Argentina tardó poco tiempo en controlar el impulso inicial de Uruguay, calmar los primeros sobresaltos, acomodar las piezas y llevar el ritmo a la anestesia general.
La presencia del árbitro Carlos Amarilla, con su trapito y el Cif en la mano para eliminar cualquier suciedad cerca del área colaboró para descartar inconvenientes.
Con todo esto casi no sufrió Argentina y además empezó a hacerse más sólido un muy recuperado Demichelis. Desde Chile, el triunfo del equipo de Bielsa despejaba los fantasmas y mientras Uruguay movía el banco buscando un gol, Argentina contrastaba buscando algo que se podría imaginar como equilibrio defensivo. Tabárez, obligado porque el empate no le alcanzaba, tiró de a poco a la cancha dos delanteros (Cavani Abreu) y un volante de ataque (Cebolla Rodríguez), sin resultados. Maradona sorpendió poniendo un lateral (Luciano Monzón) por un mediocampista con llegada (Angel Di María) antes de los treinta del segundo tiempo. Y cinco minutos después rompió los pronósticos metiendo a un volante central de buen manejo (Mario Bolatti) por el único punta (Gonzalo Higuaín) .
Sonó a despropósito, pero fue un acto de honestidad brutal: el empate era el cielo. ¿Qué hubiera hecho si después de esto Uruguay convertía un gol? ¿Con quiénes hubiera salido a buscar el empate? Pero de pronto fue como si todas sus plegarias se cumplieran en un instante: a una tontería de Cáceres que se hizo expulsar siguió un tiro libre de Messi para Verón, un remate desde afuera del área, un rebote y la pelota le quedó picando a Bolatti. Y el cinco de Huracán, como si hubiera sido Palermo el ingresado, la mandó sufridamente a la red.
Minuto cuarenta, casi. No había tiempo para más. Lo que Uruguay no había podido hacer con once ni siquiera lo pudo insinuar con diez y su desesperación agregada.
Y listo. La Selección Argentina festejó a lo loco. Sintió que su honor estaba a salvo. Selló el pasaporte con angustia, pero se aseguró el viaje. Aunque Maradona crea lo contrario, eso lo festeja todo el mundo del fútbol argentino.
Pero quedan muchas otras conclusiones de una noche de Montevideo que ya entró en la historia. El camino que usó anoche la Selección, este neodiegobilardismo, defensivo y con algunos detalles absurdos, no parece anunciar otros festejos.